El corcho perdido: enseñar en la era del vacío y la queja
agosto 10, 2025 | by jtroncosomonroy@gmail.com

Introducción
A lo largo de mi experiencia como docente, formador y entusiasta aprendiz de la realidad humana, he visitado aulas equipadas con tecnología de punta habitadas por docentes sin brújula. También he estado en salas humildes, con poco más que una tiza y una silla rota, donde brillaba una vocación capaz de encender hasta el rincón más apagado. Profesores y profesoras, verdaderos maestros y verdaderas maestras (sí, de esos que merecen con justicia ser llamados así) que, sin más que una tiza gastada o una silla coja, lo daban todo porque, seamos honestos, no es cuestión de cuántas herramientas tienes a mano, sino de cuánta dignidad le devuelves al acto de enseñar.
Como suelo señalar (porque estoy convencido de ello), hoy vivimos en tiempos líquidos: todo se mueve, todo cambia y nada sólido parece permanecer. En la escuela (como en la vida) la vocación ha sido muchas veces desplazada por la rutina, el alma por una burocracia aséptica, y el entusiasmo por una queja que ya casi forma parte de una mala costumbre. En ese contexto, esta pequeña historia del “corcho pedagógico” (que durante años compartí en mis cursos de formación) cobra hoy un sentido más agudo, más urgente porque no es solo una anécdota ilustrativa; es también una advertencia incómoda que nos recuerda, sin rodeos, que lo que nos paraliza no es la falta de recursos, sino la desconexión con el sentido profundo de lo que hacemos.
Cuando el alma docente se extravía entre planillas, protocolos y excusas ministeriales
Entre el agobio de las exigencias administrativas y esta cultura burocrática que se ha instalado (como si educar fuera simplemente saturar de contenidos descontextualizados a los estudiantes y cumplir, casi por inercia, con los ítems prescritos en la planificación) he escuchado más de una vez, y con absoluta convicción, frases como: “No puedo hacer más con mis estudiantes, no tengo el material mínimo requerido…”, frases repetidas tantas veces que uno casi termina creyéndolas. Bueno… casi.
Pero entonces aparece alguien (un supervisor, un colega, o incluso un niño con una pregunta inesperada) y, con algo tan elemental como un corcho, demuestra que no hacen falta recursos sofisticados para generar una experiencia de aprendizaje memorable porque ese objeto tan simple, en manos de alguien con verdadera vocación pedagógica, puede detonar una clase transversal que recorra la geografía, las ciencias naturales, la historia, la literatura… y, sobre todo, ese territorio tan escurridizo como esencial: el asombro. El corcho, al final, no es más que un símbolo, dado que la magia ocurre realmente cuando quien enseña está presente con alma, ingenio y sentido.
Es cierto que los tiempos han cambiado, los estudiantes no son los mismos y el contexto es otro. Incluso muchos apoderados han dejado de ser aliados en este viaje compartido que debería ser la educación y en medio de este paisaje líquido, incierto y desgastante, donde reina muchas veces la anomia, la fatiga emocional y una sensación de naufragio colectivo; el desánimo es comprensible. Muy comprensible, pero es precisamente ahí (en esa aparente hostilidad del medio) donde emerge el verdadero maestro o la auténtica maestra: Aquel o aquella que no necesita condiciones ideales, ni planificaciones llenas de colores porque solo les basta un corcho y la voluntad y convicción de transformar.
He sido testigo de cómo esta historia del corcho cobra sentido una y otra vez en las aulas más diversas porque no se trata del corcho en sí, sino de lo que encarna: esa chispa que aún sobrevive en algunos y algunas docentes y que les permite convertir la escasez en oportunidad. Esa mirada pedagógica que, incluso en medio del caos, sabe descubrir un horizonte abierto donde otros solo ven una pared vacía. No es el objeto lo que marca la diferencia, sino el alma que se atreve a crear con lo que tiene a su alcance.
Y es entonces cuando todo se vuelve trágicamente irónico: cuando ese o esa misma docente, tiempo después, se encuentra otra vez perdido o perdida en el ruido y la desorientación esperando que alguien le devuelva el corcho como si el poder estuviera en el objeto, y no en él o ella. Como si el sentido viniera de afuera, y no de su propia vocación.
En este mundo regido por la inmediatez y la autoexplotación disfrazada de compromiso, donde todo debe ser rápido, medible y “eficiente”, los educadores corren el riesgo de convertirse en engranajes obedientes dentro de un sistema que los desgasta mientras les exige pasión. Y en ese desgaste, olvidan (o lo que es peor, se les hace olvidar) que el corcho siempre estuvo allí, que la verdadera herramienta no está en el PowerPoint, en alguna aplicación de gamificación ni en el manual ministerial, sino en la capacidad de habitar el aula con presencia genuina, es decir, con alma porque enseñar (como vivir) no es repetir fórmulas, es encender sentido. Incluso, y, sobre todo, en medio del desorden.
Y si bien he sido testigo de esa pérdida de sentido, también he tenido el privilegio de encontrarme con auténticos formadores (maestros con mayúscula) capaces de cambiar el rumbo de la vida de niños y jóvenes. Pienso en mi querido amigo Gonzalo Gallegos, en mi entrañable Mario Salinas o en Alejandro Rocha: tres grandes educadores que, con solo estar, encienden mundos. Verdaderos maestros que enseñan desde el alma y no desde el manual, y que jamás necesitaron un corcho… porque ellos mismos son la fuente de inspiración.
Conclusión
Esta historia, más que una anécdota, es una bofetada suave pero necesaria. En una sociedad que idolatra el rendimiento y donde hasta los docentes caen en la trampa de la auto-explotación (preparando, corrigiendo, llenando planillas hasta el agotamiento) hemos olvidado que enseñar no es solo informar: es encender. No es tenerlo todo, sino serlo todo en ese momento.
El corcho nunca fue el problema. El problema es no ver que la vocación no se delega ni se externaliza. Se cultiva. Porque sin esa chispa interior, sin esa conexión con el propósito, la educación se convierte en un acto vacío… como tantos otros en esta era del vacío.
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